miércoles, 3 de diciembre de 2025

Trumpismo: cuando el imperio contraataca

 

 


El trumpismo: la nueva revolución del capital

Cuando el material ardiente del magma presiona hacia arriba, las placas tectónicas se desplazan y los volcanes estallan. En la acción humana ocurre algo similar: cuando el poder o el imperio sienten presión, empujan con toda su fuerza, incluso hasta hacer saltar todo por los aires.

La historia moderna está llena de momentos en los que ese magma social y político amenazó con romper el orden establecido: las dos guerras mundiales; la creación de la Unión Soviética como alternativa al bloque capitalista; los procesos de descolonización en África y Asia; el panarabismo, que buscó la unidad de los pueblos árabes para avanzar políticamente, económicamente y socialmente, romper las cadenas del colonialismo e incluso —en algunos casos— promover la igualdad de género; o el despertar latinoamericano impulsado por movimientos revolucionarios y por la Teología de la Liberación, hasta que la reacción occidental desactivó prácticamente todas aquellas aspiraciones.

 

Los años 80: cuando el magma del cambio amenazó al sistema

En los años 80, la presión geopolítica era enorme. Crecía una izquierda mundial diversa —incluidos partidos socialdemócratas fuertes en Europa— que defendían un modelo socioeconómico basado en el capitalismo, pero con una intervención estatal potente para garantizar la equidad.

Nicaragua, con apenas tres millones de habitantes, se atrevió a encender un faro de libertad en Centroamérica. La Teología de la Liberación llevaba décadas presionando desde las bases más empobrecidas.

Las huelgas de mineros en Gran Bretaña desafiaron el plan de Thatcher de desmantelar las minas. En 1981, Reagan despidió a miles de controladores aéreos en huelga, marcando un antes y un después en las relaciones laborales. En 1989 cayó el Muro de Berlín y dos años más tarde se desintegró la Unión Soviética.

Demasiados estímulos, demasiados retos, demasiados vientos de cambio —progresismo, feminismo, ecologismo, antimilitarismo, sindicatos fuertes— amenazaban la hegemonía diseñada por los EE.UU. tras la Segunda Guerra Mundial.

Y cada vez que el capital percibe presión, su magma empuja para contrarrestar los vientos de igualdad, justicia y regulación democrática, o las aspiraciones de un Sur Global joven que reclamaba un lugar digno en el mundo.

 

La respuesta neoliberal

La herramienta elegida para frenar aquel impulso fue el neoliberalismo. Con Thatcher y Reagan se reescribieron las reglas del tablero mundial: deslocalizaciones para debilitar sindicatos, privatizaciones para reducir el papel del Estado y desregulación para multiplicar el poder de las grandes empresas.

 

Thatcher lo dejó claro: “No existe la sociedad, existen individuos y familias”.

Una visión profundamente anticomunista que coincidió con el empeño de Juan Pablo II por destruir la “semilla emancipadora” de la Teología de la Liberación.

Desde los 90, el magma neoliberal se extendió por el planeta. Muchos movimientos sociales y ONGD denunciaron una globalización que relegaba al Sur Global a proveedor de materias primas y mano de obra barata, endeudado por los créditos fáciles financiados con los petrodólares de los 70.

Los planes de ajuste estructural del FMI y el Banco Mundial obligaron a recortar gasto público, privatizar sectores estratégicos y abrir mercados para las grandes empresas occidentales.

 

El Sur Global: revoluciones interrumpidas

En África, América Latina y Asia, los procesos emancipadores chocaron con la Guerra Fría, la deuda externa y las interferencias occidentales.

Las independencias derivaron en guerras civiles, golpes de Estado o asesinatos como el de Thomas Sankara en Burkina Faso, cuyo gobierno llegó a tener cinco ministras en 1985: un ejemplo mundial que fue eliminado. O el asesinato encubierto del líder palestino Yasser Arafat, que proclamó la creación del Estado de Palestina en 1988 en Argel.

En América Latina se frenaron revoluciones populares como la nicaragüense y los alzamientos armados en El Salvador y Guatemala, que buscaban poner fin a gobiernos autoritarios y oligárquicos, lograr justicia social, impulsar la reforma agraria, redistribuir la riqueza y garantizar una mayor participación política de las clases populares y los pueblos indígenas históricamente excluidos.

Se intervinieron países como Granada y Panamá, y se financiaron guerras interminables como la de Colombia.

En los años 80, Sudáfrica vivió una creciente resistencia interna que provocó el desmoronamiento del apartheid.

Al mismo tiempo, algunos líderes africanos intentaron construir uniones regionales, exigir compensaciones a las antiguas metrópolis por la esclavitud y el saqueo colonial, y crear un banco africano que redujera la dependencia de monedas externas.

Años después, la OTAN dejó claro en el continente —con el ataque a Libia— que ninguna alternativa soberana sería tolerada si desafiaba el orden occidental.

 

Del neoliberalismo al trumpismo

Entre el inicio del neoliberalismo en los 80 y la llegada de Trump en 2017, el mundo cambió profundamente: en 1999 nació el G20, desplazando la centralidad del G7; en 2009 surgieron los BRICS reclamando protagonismo global.

El dominio occidental comenzaba a dejar de ser indiscutible.

 

Si en los 80 la palabra clave era “neoliberalismo”, hoy es “trumpismo”.

Trump irrumpió en 2017 como un elemento disruptivo dentro del propio sistema: rápido, contradictorio y espectacular. En su primer mandato muchos pensaron que era casualidad. Después quedó claro que cumplía un papel histórico: romper el tablero multilateral y reconfigurar el orden global a favor del capital financiero y tecnológico norteamericano.

Desprestigiando a las Naciones Unidas, retirando su financiación y desmantelando organismos clave como la UNESCO o el Consejo de Derechos Humanos.Intentando en todo momento romper el multilateralismo y el papel de la ONU en los asuntos mundiales.

El trumpismo no es solo Trump. Es una operación global del capital para reposicionarse ante el ascenso de China y otros países emergentes del Sur Global —India, Sudáfrica, Brasil, Indonesia, Nigeria…— y ante el declive relativo de Occidente.

 

Para avanzar rápido necesita:

una Europa dependiente energéticamente de EE.UU.;

una Europa sin agendas climáticas que limiten el negocio fósil norteamericano;

una Europa que compre armamento estadounidense;

una Europa sin voz, que se limite a pagar la factura de lo destruido en Ucrania o Gaza.

El trumpismo se apoya además en el uso intensivo de redes sociales: la mayor máquina de dopamina de la historia humana, controlada por plutócratas tecnológicos y diseñada para manipular emocionalmente a millones.

Una herramienta perfecta para propagar mentiras, odio y consignas simplistas que prometen “orden”, “patria” y “seguridad” blancas, señalando como enemigas a minorías como migrantes, feministas, ecologistas, personas LGTBIQ+ o cualquier movimiento catalogado como “woke”.

Hace además incidencia política directa en terceros países, interviniendo en elecciones ajenas, como ocurrió con Milei en Argentina, con la presión sobre España para alcanzar el 5% del PIB en gasto militar, con el desprestigio contra el presidente Petro en Colombia o el apoyo a la ultraderecha en las recientes elecciones hondureñas.

Ha impulsado campañas antiinmigración en las que incluso ha involucrado a Bukele, presidente de El Salvador.

A ello se suman asesinatos extrajudiciales cometidos por fuerzas estadounidenses contra lanchas en el Caribe y el Pacífico, acusadas sin pruebas de ser narcolanchas, en los que han muerto más de 80 personas. Y la autorización pública a la CIA para realizar operaciones encubiertas en Venezuela, con el fin de arrinconar a Maduro.

 

Europa, atrapada

Europa se encuentra entre dos gigantes:

dependiente energéticamente de Estados Unidos,

tecnológicamente subordinada a Silicon Valley,

económicamente entrelazada con China.

Envejecida, temerosa y fragmentada, incapaz de modernizar su industria automotriz y tentada de reconvertirla en industria militar con dinero público, Europa escucha sin rechistar a personas como el jefe del Ejército francés, que se atreve a decir que debemos estar dispuestas y dispuestos a “perder a nuestros hijos”. Alguien debería explicarle la fuerza —y la eficacia histórica— que tiene la insumisión frente a cualquier ejército.Una Europa que reniega cada vez más de la inmigración, del ecologismo y —si no reaccionamos— pronto también de la igualdad de género y el feminismo.

Una Europa que mira hacia otro lado mientras continúa el genocidio palestino.

Que no sabe cómo afrontar una desigualdad creciente, el envejecimiento demográfico y la terrible lacra de la violencia machista; que financia a países destinados a frenar personas migrantes aunque vulneren derechos humanos esenciales; y que permite la precariedad laboral de muchas de las que logran llegar.

Una Europa incapaz de trabajar éticamente por la integración de quienes llegan, y que tampoco aborda con seriedad el grave problema de la vivienda, el futuro de la juventud y la amenaza creciente sobre el Estado del Bienestar.

 

Ante el trumpismo: ciudadanía ética o caos

En esta metamorfosis global, la ciudadanía ética tiene mucho que aportar.

No podemos ser meros espectadores gobernados por élites que se sienten cómodas en un mundo dividido en castas sociales.

Hay que contrarrestar esta guerra cultural contra el bien común, contra los derechos conquistados y los que quedan por conquistar.

Si no reaccionamos, veremos un Parlamento Europeo sin ética, dispuesto a desmantelar los valores humanos y a mirar al Sur Global como un contenedor propiedad de Occidente, lleno de vidas visibles solo cuando se las necesita.

Hay que preguntarse a quién perjudican tanto las conquistas democráticas y actuar para recuperar la actividad humana real —más allá de las pantallas que nos confunden entre lo ficticio y lo vivido— antes de que una inteligencia artificial foránea nos diseñe el futuro.

Hay que involucrarse de manera intergeneracional e intercultural en la construcción del bien común global en la política, en los barrios y en los pueblos.

Pero sobre todo: tenemos que disfrutar del camino, de este proceso que nos hará crecer como seres humanos sin dejar a nadie atrás.

 

JCVV – El internacionalista convencido

viernes, 21 de noviembre de 2025

“Impunidad, espectáculo y desconfianza ciudadana”

 

En la actualidad me siento como cuando, descubrías que quienes traían los regalos en Navidad eran tus padres: aunque ya lo intuías, seguía siendo un mazazo, un tremendo golpe de realidad que parece haberse instalado en el debate público español.

Algo parecido estamos viviendo estos días en el ámbito nacional, cuando aparecen noticias tan inexplicables como la del ya expresidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón, del Partido Popular, que se ha ido de rositas después de 365 días sin explicar por qué no atendió las llamadas durante la DANA en Valencia ni activó la alerta. Las asociaciones de víctimas llevan un año exigiendo respuestas por la gestión negligente de una catástrofe climática que se llevó la vida de 229 personas. Mazón, sin embargo, se marcha sin aclarar nada ni asumir ninguna responsabilidad.

El caso andaluz tampoco tiene desperdicio. La Asociación de Mujeres con Cáncer de Mama (AMAMA) ha destapado fallos graves en el cribado que afectan a 4.000 mujeres, en una comunidad también gobernada por el Partido Popular. La salud, una vez más, aparece atravesada por gestión deficiente y silencio institucional y la sombra de las privatizaciones.

Coincidiendo con el 50 aniversario de la muerte del golpista y  dictador Francisco Franco, otro golpe sacude la política española: la condena al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, mientras el caso que involucraba a Alberto González Amador —pareja de Isabel Díaz Ayuso— revelaba un fraude fiscal de 350.951 euros mediante facturas falsas y sociedades pantalla. La paradoja es evidente: el acusado de fraude sale reforzado; quien debía investigar, condenado sin pruebas directas concluyentes.

Este trato por parte de una parte de la justicia española y ciertos medios no es nuevo: se vio durante el procés en Cataluña, en el acoso al partido Podemos, a Begoña Gómez —mujer de Pedro Sánchez— y en el bloqueo constante del PP a la renovación del sistema judicial. O  el caso de Pablo Hasél que está cumpliendo condena  desde 2021  por sus canciones y tuits, mientras el rey emérito, investigado en Suiza y España por corrupción, vive en un exilio dorado y se permite el lujo de venir a navegar plácidamente a Galicia sin dar explicaciones y lo hace además en jet privados que cuestan unos  euros 6.000 euros a la hora. El Tribunal Supremo, recordemos, cerró toda vía para investigarlo por evasión fiscal.

En paralelo, afloran acusaciones del Partido Popular  intentando vincular al Partido nacionalista Vasco PNV a la trama relacionada con Santos Cerdán y José Luis Ábalos vinculados al partido socialista. El ruido aumenta y  clima se vuelve rancio. La política parece cada vez menos un espacio de debate democrático y más un escenario de espectáculo permanente.

En estas circunstancias surgen preguntas inevitables:

¿A quién le interesa qué el Parlamento sea un circo mediático?

¿Por qué no somos iguales ante la justicia?

¿Quién gana con una ciudadanía frustrada, cansada y desconfiada?

Porque lo que se está erosionando —día tras día— es la confianza en la política y en la justicia. Y sabemos bien lo que ocurre cuando esa confianza se pierde: la democracia se vuelve decorativa.

El espectáculo también es internacional: entre amenazas, negocios y barbarie

El desorden no es solo en el estado español. En el ámbito internacional, el espectáculo es igual o mayor. Estados Unidos continúa realizando ejecuciones extrajudiciales cerca de Venezuela y Colombia y amenaza a México. Donald Trump interviene en elecciones ajenas, apoyando a Javier Milei en Argentina y chantajeando públicamente a España por no aumentar el gasto militar al 5 % de la OTAN.

En noviembre, Trump justificó públicamente al príncipe saudí Mohamed Bin Salmán por el asesinato de Jamal Khashoggi, pese a que la CIA lo señaló como responsable directo. Después amenazó a la periodista que se atrevió a preguntar. Y mientras tanto, Arabia Saudí anuncia que incrementará a un billón de dólares sus inversiones en Estados Unidos, justo después de asegurar un pacto de protección militar.

Por si fuera poco, la Fiscalía italiana investiga las supuestas “cacerías humanas” organizadas por “millonarios” durante el asedio de Sarajevo (1992/96). Si se confirman, estaríamos ante uno de los episodios más repugnantes jamás documentados y habría que preguntarse poqué se ha guardado silencio.

Un mundo de sombras donde todo parece normal

En este contexto, casi nadie habla ya de clases sociales. El consumo nos adormece, y mientras algunos viven muy bien y otros sobreviven como pueden, millones —en Sudán, Palestina, Ucrania y en tantos rincones del Sur Global— mueren para que unos pocos se sigan enriqueciendo.

Europa envejecida y perdida, por su parte, ve retroceder tanto el sistema democrático como el Estado del bienestar, pero es incapaz de llamar a las cosas por su nombre: si la ciudadanía empieza a dudar de si vive realmente en un Estado de derecho, o si este es un privilegio reservado para una minoría enriquecida con poder mediático, económico y militar, la bomba de relojería está activada.

Solo queda saber cuándo estallará.

JCVV - El Internacionalista convencido

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Europa se quiere blanca, yo la quiero verde esperanza

Europa se quiere blanca. No tuvo en cuenta esto cuando colonizó y esclavizó a buena parte del mundo.
Desde hace años, Europa paga a países extracomunitarios para que actúen como tapón y eviten la llegada de personas migrantes al continente envejecido. Entre 2004 y 2024, la UE ha destinado al menos 9.300 millones de euros a externalizar el control migratorio en terceros paises  como:Turquía, Libia, Marruecos, Tunez, Niger, Egipto, Libano, etc. Donde en muchos casos se vulneran los derechos humanos.

Pero a esta Europa que se prefiere vieja y blanca no parece importarle  ya que ha supuesto la muerte de más de 36.000 personas, tanto en las fronteras terrestres como en las marítimas europeas

Por mi parte  prefiero una Europa verde, la  quiero verde esperanza.

JC.VV - El Internacionalista convencido

domingo, 9 de noviembre de 2025

Gaza se sigue muriendo de hambre y de frío

 El cruel asedio israelí sobre la Franja continúa, aunque ya no tenga el impacto mediático que provocaban los brutales bombardeos sobre la población civil.

Un mes después de la puesta en marcha del supuesto “acuerdo de paz”, la población gazatí sigue muriendo de hambre y de frío.

Y por si alguna persona aún mantenía algo de esperanza, Israel continúa destruyendo edificios residenciales en las zonas bajo su control militar. Al hambre y al frío se suma ahora el estruendo de bombas que destruyen no solo viviendas residenciales, sino también futuro.

Israel sigue restringiendo el flujo de alimentos y ha rechazado 107 solicitudes para permitir la entrada en la Franja de ropa de invierno, productos de higiene y suministros de saneamiento.

El plan tramado por Trump y Netanyahu pretende frenar el reconocimiento del Estado palestino por parte de los 157 países que ya lo apoyan, y también desactivar las movilizaciones ciudadanas —especialmente en el mundo occidental— que denuncian el genocidio perpetrado por Israel en Palestina.

Las y los gazatíes sufren las mismas miserias que antes de la guerra, mientras los colonos israelíes, con apoyo del ejército, siguen acosando y vulnerando los derechos del pueblo palestino en Cisjordania.

No seamos hipócritas: existe una intención no escrita para evitar por todos los medios que pueda existir un Estado palestino en Oriente Medio. Todas y todos lo sabemos, y los políticos occidentales los primeros. Y así seguirá siendo si la sociedad del mundo entero no hacemos nada para cambiarlo.

Palestina, aunque no aparezcas en los medios de comunicación, no te olvidamos.
Nos vemos en las calles, en los parlamentos y en todos los espacios donde se pueda hacer algo para revertir esta cruel situación.

 JCVV - El Internacionalista convencido 

lunes, 3 de noviembre de 2025

“Frente al viento del Atlántico: el pueblo saharaui reclama su libertad”




 Hace 35 años tuve la oportunidad de conocer los campamentos de personas refugiadas saharauis en Tinduf, Argelia. Me encontré con miles de personas que vivían en condiciones de extrema precariedad, dependiendo de la ayuda humanitaria internacional, pero con una dignidad y un nivel de organización admirables. Llevaban allí desde 1976, es decir, ya catorce años de exilio.

Fue mi primer encuentro con una cultura vinculada al islam y muy diferente a lo que conocía hasta entonces. Mi corta experiencia venía del otro lado del océano, de Centroamérica, una experiencia intercultural más que  interesante.

Coincidí en aquel inhóspito lugar con la visita de Pérez de Cuéllar, entonces secretario general de las Naciones Unidas. En teoría, su presencia tenía el objetivo de buscar una solución política al conflicto que incluyera un referéndum de autodeterminación para el pueblo saharaui. En realidad, lo que había era una ocupación ilegal del territorio por parte del reino de Marruecos.

Tenía 29 años y cierta experiencia internacional por mi estancia en Nicaragua y otros países centroamericanos. Al ver aquella delegación, enseguida tuve la sensación de que las Naciones Unidas no venían a resolver el problema, sino a conseguir que los saharauis renunciaran a la guerra para recuperar lo que Marruecos les había arrebatado: su libertad y su tierra.

La tregua negociada por la ONU entre el Sáhara Occidental y Marruecos llegó un año más tarde, en 1991. En ella se acordó un alto el fuego y la celebración de un referéndum, plebiscito que nunca llegó a realizarse.

Pude comprobar también cómo personas provenientes del Estado español, en principio con buenas intenciones de colaboración con el pueblo saharaui, acabaron compitiendo en una estúpida y simplista guerra de banderas en unos campamentos de personas exiliadas. Llevar nuestras diferencias a un lugar así me pareció más que ridículo.

Conocí prisiones sin puertas, donde los prisioneros militares marroquíes salían al atardecer a enterrar sus desechos.

También conocí parte de los más de 2.500 kilómetros del muro marroquí que separa la zona ocupada de la zona liberada. Incluso llegué a escuchar el silbido de las balas antiaéreas que detectaron nuestra presencia. Cuando los saharauis nos pusieron a salvo, me dijeron que podríamos haber muerto por balas fabricadas en nuestro propio país. Euskadi es exportadora de armas. Pero como me dijeron, “no era nuestro día de quedarnos en el Sahara para siempre”.

Conocí la magia del desierto y, pese a no ser creyente, entendí por qué es el lugar elegido por los profetas para encontrarse con su pensamiento.

Y sobre todo, pude disfrutar de su hospitalidad y de su maravillosa cultura de acoger a las personas invitadas, con su costumbre de los tres tés: amargo como la vida, dulce como el amor y suave como la muerte, algo que se te queda grabado para siempre.

En 1884, España colonizó el territorio del Sáhara Occidental, aprovechando el reparto de África impuesto por las potencias europeas en la Conferencia de Berlín (1884–1885).

El territorio, habitado por pueblos saharauis nómadas organizados en comunidades y confederaciones, se extendía entre lo que hoy son Mauritania, Marruecos, Argelia y el propio Sáhara Occidental.

Su modo de vida se basaba en el pastoreo y en las caravanas comerciales, manteniendo relaciones culturales, religiosas y comerciales con el Magreb y con el África subsahariana.

Los vínculos de autoridad eran principalmente tribales y religiosos, no existía un “Estado saharaui” centralizado, pero sí una fuerte identidad cultural compartida.

En 1884, España reclamó el protectorado sobre la costa entre Cabo Bojador y Cabo Blanco, alegando la presencia de comerciantes españoles de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas. Así nació el “Sáhara Español”, reconocido por las demás potencias en la Conferencia de Berlín.

Durante décadas, el control español fue sobre todo costero; el interior del desierto seguía bajo dominio de los pueblos nómadas  saharauis.

Entre los años 30 y 40, y especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, España fue consolidando su administración colonial mediante gobiernos militares e infraestructuras: carreteras, minas de fosfatos, bases militares, escuelas y hospitales muy básicos.

Desde 1958, tras la guerra de Ifni (no declarada, librada junto a Francia contra Marruecos), el Sáhara Occidental pasó de ser un “protectorado” a una provincia española, con representación formal en las Cortes y sus a habitantes por lo tanto pasaron a tener la ciudadanía española.

Cuando el estado Español  colonizó el Sáhara Occidental, Marruecos no lo gobernaba ni tenía soberanía sobre él. Existían vínculos humanos y religiosos, pero no políticos ni jurídicos.

Hasta 1954, Francia mantenía un vasto imperio colonial en África del Norte (Argelia, Túnez y Marruecos), en África subsahariana (desde Senegal hasta Madagascar) y en Asia (Indochina: Vietnam, Laos y Camboya).

Fueron precisamente Argelia y Vietnam quienes pusieron en evidencia la fragilidad del poder colonial francés.

La guerra de independencia argelina, impulsada por el Frente de Liberación Nacional (FLN), se libró entre 1954 y 1962 bajo una intensa guerra de guerrillas y  una destacada  propaganda. Francia desplegó más de medio millón de soldados y empleó métodos crueles contra el pueblo argelino: torturas, ejecuciones, desapariciones.

El conflicto dividió a la sociedad francesa, provocando una crisis política que acabó con la IV República y abrió el camino hacia el fin del colonialismo europeo en África.

Entre los años 60 y 70, Francia cambió su estrategia: negoció su salida de las colonias, pactó con las élites locales, financió el asesinato de los más rebeldes —como el caso de Thomas Sankara en Burkina Faso— y presionó a potencias coloniales más pequeñas, como España, para iniciar la descolonización.

Desde su asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, Francia instó a España a organizar un referéndum de autodeterminación en el Sáhara… que nunca se celebró.

En 1975, con Franco agonizando en su cama, España firmó los Acuerdos de Madrid con Marruecos y Mauritania —presionada por Estados Unidos—, entregando ilegalmente la administración del territorio.

Marruecos ocupó la zona norte (Saguia el Hamra) y Mauritania la zona sur (Río de Oro).

Francia celebró aquellos acuerdos, cuyo verdadero objetivo era impedir la creación de un Estado saharaui independiente, cercano a Argelia, aliada de la Unión Soviética.

El pensamiento colonial francés veía al Frente Polisario como un movimiento revolucionario de orientación socialista, toda una amenaza para sus intereses y para la estabilidad de sus aliados marroquíes y mauritanos.

El Frente Polisario, que había proclamado la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) en febrero de 1976, respondió con ataques militares contra los dos invasores.

En 1979, Mauritania, debilitada por la guerra y temerosa de una crisis interna, firmó la paz con el Polisario, reconociendo a la RASD como legítimo representante del pueblo saharaui.

Marruecos ocupó inmediatamente la zona sur abandonada por Mauritania, consolidando su control sobre el 80% del territorio, mientras el 20% restante (la “zona liberada”) quedó bajo control del Polisario.

Cincuenta años después, el Sáhara Occidental sigue siendo la última colonia de África.

Más de 173.000 personas continúan refugiadas en los campamentos de Tinduf (Argelia), mientras quienes viven en el Sáhara ocupado sufren represión, marginación política y silenciamiento cultural.

El 31 de octubre, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una resolución redactada por Estados Unidos que, por un lado, renovó por un año el mandato de la MINURSO, y por otro, respaldó que el Sáhara Occidental sea un territorio autónomo dentro de Marruecos.

La MINURSO, creada en 1991 tras el Plan de Paz de la ONU y la OUA (hoy Unión Africana), tenía como misión organizar el referéndum de autodeterminación. Han pasado 34 años desde su creación, y ese mandato sigue incumplido.

En noviembre de 2020, Marruecos atacó manifestantes saharauis en Guerguerat. Desde entonces, el Frente Polisario declaró roto el alto el fuego y reanudó la guerra.

Durante todos estos años, Francia, Estados Unidos y varios países del Golfo Pérsico han bloqueado resoluciones que exigirían a Marruecos permitir el referéndum. Francia ha utilizado su poder de veto y su presión diplomática para evitar sanciones.

Esta nueva resolución ha caído como un mazazo sobre el pueblo saharaui, dejándolo prácticamente indefenso ante Marruecos. Ha sido respaldada por Washington, España y la mayoría de los países de la Unión Europea.

Este apoyo de las potencias coloniales llega cuando está a punto de cumplirse el 50 aniversario de la Marcha Verde, que forzó la retirada del ejército español y dio comienzo a la colonización marroquí. Toda una válvula de oxígeno para el reino alauí, que atraviesa una fuerte crisis interna: cientos de jóvenes protestan en más de 20 ciudades reclamando mejor sanidad, educación y el fin de la corrupción.

Las manifestaciones han sido reprimidas con dureza, dejando al menos tres muertos y cerca de mil detenidos.

Mientras tanto, el Gobierno invierte sumas millonarias en infraestructuras para el Mundial de Fútbol 2030, que organizará junto a España y Portugal, mientras miles de jóvenes se ven forzados a emigrar por falta de futuro.

Los grandes conflictos están interrelacionados: el efecto mariposa geopolítico.

Durante su primer mandato, Donald Trump reconoció la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental como “pago político” por sumarse a los Acuerdos de Abraham junto a otros países árabes (Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Sudán).

Un movimiento que Arabia Saudí estuvo a punto de imitar, hasta que el genocidio en Gaza en 2023 paralizó sus planes de normalización con Israel.

Los acuerdos de Abrahan propuestos por los EE.UU  tenían como objetivo fortalece a Israel y aislar a Irán.

La resolución de la ONU sobre el Sáhara  evidencian el fracaso de la comunidad internacional para aplicar el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui.

Aunque más de 120 países respaldan el plan de autonomía marroquí, desde 1976 ochenta y cuatro Estados —en su mayoría africanos— reconocen a la República Árabe Saharaui Democrática. Esto demuestra que muchos pueblos del Sur Global no están dispuestos a someterse a una “legalidad internacional” subordinada a los intereses económicos y geoestratégicos de los países más poderosos.

Esta resolución, y los 50 años de exilio del pueblo saharaui, no son solo un acto de poder,

son también una demostración de irresponsabilidad descolonial.

Ningún acuerdo comercial, ninguna alianza militar, ninguna realpolitik puede borrar el derecho de un pueblo a existir y decidir su destino.

Ojalá algún día pueda disfrutar de nuevo de la hospitalidad saharaui tomando un té, sobre la arena fina —no del desierto—, sino de las playas del Sáhara Occidental, en libertad, frente al viento del Atlántico.


JCVV - El internacionalista convencido 

sábado, 1 de noviembre de 2025

Proyecto Manhattan

 


En 1944 el proyecto Manhattan inauguró la era nuclear; un año después quedaría consolidada con las dos bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Esas bombas causaron más de 210.000 muertes de civiles en un solo día, sin contar los fallecimientos por la radiación que llegaron después. En estas dos ciudades japonesas quedó claro que la energía nuclear puede ser un peligro para cualquier forma de vida sobre la Tierra. Fue, por cierto, un crimen de lesa humanidad aún sin reconocimiento oficial y sin sanción.

 

En la actualidad, nueve países cuentan con armas nucleares: Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. Israel no lo reconoce públicamente.

 

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se han realizado más de 2.000 pruebas nucleares. Muchas de ellas fueron subterráneas; alrededor de 216 se llevaron a cabo en la atmósfera o a gran altitud, y varias más se hicieron en el mar. Solo Estados Unidos y la Unión Soviética sumaron 1.769 pruebas entre ambos y también realizaron ensayos en el espacio.

 

Las pruebas atmosféricas comenzaron a restringirse a partir de la década de 1980 y las subterráneas se redujeron, en teoría, tras el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (1996); Estados Unidos paralizó sus pruebas en 1992.

 

Se puede decir que, desde 1945, se han detonado en la atmósfera decenas de miles de veces la potencia liberada en Hiroshima en ensayos nucleares, lo que equivaldría, en términos de radioactividad liberada, a muchos Chernóbil. Estas explosiones implicaron la pérdida de vidas humanas y animales y una contaminación ambiental que perdurará durante miles de años.

 

La industria nuclear, ya sea militar o civil, es un gran peligro, como también lo demostraron las catástrofes de Three Mile Island (Pensilvania, EE. UU., 1979), Chernóbil (Ucrania, 1986) y Fukushima (Japón, 2011). Esos y otros accidentes, muchos envueltos en secretismo, convirtieron a miles —o millones— de personas en víctimas; esas tragedias sirvieron además a la ciencia para estudiar sus efectos en directo: el sufrimiento y la capacidad de resiliencia, al igual que ocurrió en Hiroshima y Nagasaki.

 

Entre las bombas sobre Japón, las pruebas nucleares, los accidentes y los residuos radiactivos se ha dispersado un veneno letal por todo el mundo. Las armas nucleares y la energía nuclear industrial comprometen la vida en la Tierra y atentan contra todo tipo de seres vivos. ¿Cuántos genes relacionados con el cáncer y cuántas enfermedades hereditarias tendrán que ver con estos accidentes y explosiones?

 

¿Por qué se sigue imponiendo sobre la vida del planeta esta letal espada de Damocles? ¿Por qué se mantiene este terrible invento capaz de destruir cualquier forma de vida animal y vegetal? Además, la radiación contamina los suelos durante miles de años.

 

La mejor manera de apartar a la opinión pública de lo que supone la energía o el armamento nuclear ha sido el negacionismo y la ocultación de información. La censura y la desinformación han modificado durante años nuestra percepción sobre el uso de armas nucleares y sobre la propia industria nuclear.

 

¿A qué se debe esta regresión de la humanidad? El 20 de octubre de 2025, Donald Trump ordenó al Pentágono reanudar ciertas actividades relacionadas con pruebas nucleares, algo que no se hacía desde 1992. Esta decisión se ha vinculado, como respuesta, a desarrollos militares rusos —por ejemplo, la prueba del supuesto «Poseidón», un dron submarino capaz, en teoría, de generar enormes tsunamis que podrían aniquilar amplias zonas costeras.

 

Después de una explosión nuclear —algo así como si estallara una versión localizada del Sol— los organismos de los seres vivos son irradiados: el agua, la tierra, todo. Los efectos patógenos y cancerígenos, los efectos teratógenos y las mutaciones hereditarias se multiplican en los seres vivos. Los animales salvajes que viven en el entorno de Chernóbil presentan alteraciones genéticas por exposición prolongada a la radiación, transformaciones que se han hecho patentes en algunas poblaciones.

 

La energía nuclear es, hoy, la vanguardia de una civilización que se muestra decadente y autodestructiva al pretender jugar con las fuerzas físicas del universo sin responsabilidad. Frente a esta capacidad destructiva, la ciudadanía y la sociedad civil deben imponer las bases de una filosofía de vida —y no de muerte y destrucción—. Si el poder económico o la política no lo hacen, lo haremos nosotras y nosotros, las personas preocupadas por un mundo que cada vez opta por derroteros más belicosos.

 

El capitalismo, que recurre al miedo y a la guerra en lugar de presentar alternativas contundentes para alcanzar el bien común global, tiene mucho que ver en esta deriva. La guerra nuclear no está pensada para dañar a los ejércitos, sino para provocar el caos, la destrucción de infraestructuras y la muerte de civiles, además de generar un gran trauma psicológico en las y los supervivientes.

 

Debido a las pruebas nucleares realizadas por varios países desde 1945, aumentaron significativamente los niveles de radiación ambiental. La presencia del isótopo radiactivo cesio-137 en la tierra —que no es de origen natural— es resultado de las pruebas, los accidentes y los residuos nucleares descontrolados. Por tanto, salvo que tengáis una botella de vino embotellada antes de 1945, no podréis brindar por un mundo mejor sin que algo de cesio-137 pueda estar presente —aunque, en la mayoría de vinos modernos, las cantidades detectadas son muy bajas y no suponen un riesgo inmediato para la salud; están ahí para recordarnos nuestras imprudencias.

 

No perdamos la ocasión de influir en el destino del mundo. No permitamos que la avaricia humana convierta el planeta en un silencio absoluto. No dejemos que nos roben el placer de vivir y saborear la vida.

 

JCVV – El internacionalista convencido

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