El trumpismo: la nueva revolución del capital
Cuando el material ardiente del magma presiona hacia arriba,
las placas tectónicas se desplazan y los volcanes estallan. En la acción humana
ocurre algo similar: cuando el poder o el imperio sienten presión, empujan con
toda su fuerza, incluso hasta hacer saltar todo por los aires.
La historia moderna está llena de momentos en los que ese
magma social y político amenazó con romper el orden establecido: las dos
guerras mundiales; la creación de la Unión Soviética como alternativa al bloque
capitalista; los procesos de descolonización en África y Asia; el panarabismo,
que buscó la unidad de los pueblos árabes para avanzar políticamente,
económicamente y socialmente, romper las cadenas del colonialismo e incluso —en
algunos casos— promover la igualdad de género; o el despertar latinoamericano
impulsado por movimientos revolucionarios y por la Teología de la Liberación,
hasta que la reacción occidental desactivó prácticamente todas aquellas
aspiraciones.
Los años 80: cuando el magma del cambio amenazó al sistema
En los años 80, la presión geopolítica era enorme. Crecía una izquierda mundial diversa —incluidos partidos socialdemócratas fuertes en Europa— que defendían un modelo socioeconómico basado en el capitalismo, pero con una intervención estatal potente para garantizar la equidad.
Nicaragua, con apenas tres millones de habitantes, se
atrevió a encender un faro de libertad en Centroamérica. La Teología de la
Liberación llevaba décadas presionando desde las bases más empobrecidas.
Las huelgas de mineros en Gran Bretaña desafiaron el plan de
Thatcher de desmantelar las minas. En 1981, Reagan despidió a miles de
controladores aéreos en huelga, marcando un antes y un después en las
relaciones laborales. En 1989 cayó el Muro de Berlín y dos años más tarde se
desintegró la Unión Soviética.
Demasiados estímulos, demasiados retos, demasiados vientos
de cambio —progresismo, feminismo, ecologismo, antimilitarismo, sindicatos
fuertes— amenazaban la hegemonía diseñada por los EE.UU. tras la Segunda Guerra
Mundial.
Y cada vez que el capital percibe presión, su magma empuja
para contrarrestar los vientos de igualdad, justicia y regulación democrática,
o las aspiraciones de un Sur Global joven que reclamaba un lugar digno en el
mundo.
La respuesta neoliberal
La herramienta elegida para frenar aquel impulso fue el
neoliberalismo. Con Thatcher y Reagan se reescribieron las reglas del tablero
mundial: deslocalizaciones para debilitar sindicatos, privatizaciones para
reducir el papel del Estado y desregulación para multiplicar el poder de las
grandes empresas.
Thatcher lo dejó claro: “No existe la sociedad, existen
individuos y familias”.
Una visión profundamente anticomunista que coincidió con el
empeño de Juan Pablo II por destruir la “semilla emancipadora” de la Teología
de la Liberación.
Desde los 90, el magma neoliberal se extendió por el
planeta. Muchos movimientos sociales y ONGD denunciaron una globalización que
relegaba al Sur Global a proveedor de materias primas y mano de obra barata,
endeudado por los créditos fáciles financiados con los petrodólares de los 70.
Los planes de ajuste estructural del FMI y el Banco Mundial
obligaron a recortar gasto público, privatizar sectores estratégicos y abrir
mercados para las grandes empresas occidentales.
El Sur Global: revoluciones interrumpidas
En África, América Latina y Asia, los procesos emancipadores
chocaron con la Guerra Fría, la deuda externa y las interferencias
occidentales.
Las independencias derivaron en guerras civiles, golpes de
Estado o asesinatos como el de Thomas Sankara en Burkina Faso, cuyo gobierno
llegó a tener cinco ministras en 1985: un ejemplo mundial que fue eliminado. O
el asesinato encubierto del líder palestino Yasser Arafat, que proclamó la
creación del Estado de Palestina en 1988 en Argel.
En América Latina se frenaron revoluciones populares como la
nicaragüense y los alzamientos armados en El Salvador y Guatemala, que buscaban
poner fin a gobiernos autoritarios y oligárquicos, lograr justicia social,
impulsar la reforma agraria, redistribuir la riqueza y garantizar una mayor
participación política de las clases populares y los pueblos indígenas
históricamente excluidos.
Se intervinieron países como Granada y Panamá, y se
financiaron guerras interminables como la de Colombia.
En los años 80, Sudáfrica vivió una creciente resistencia
interna que provocó el desmoronamiento del apartheid.
Al mismo tiempo, algunos líderes africanos intentaron
construir uniones regionales, exigir compensaciones a las antiguas metrópolis
por la esclavitud y el saqueo colonial, y crear un banco africano que redujera
la dependencia de monedas externas.
Años después, la OTAN dejó claro en el continente —con el
ataque a Libia— que ninguna alternativa soberana sería tolerada si desafiaba el
orden occidental.
Del neoliberalismo al trumpismo
Entre el inicio del neoliberalismo en los 80 y la llegada de
Trump en 2017, el mundo cambió profundamente: en 1999 nació el G20, desplazando
la centralidad del G7; en 2009 surgieron los BRICS reclamando protagonismo
global.
El dominio occidental comenzaba a dejar de ser indiscutible.
Si en los 80 la palabra clave era “neoliberalismo”, hoy
es “trumpismo”.
Trump irrumpió en 2017 como un elemento disruptivo dentro
del propio sistema: rápido, contradictorio y espectacular. En su primer mandato
muchos pensaron que era casualidad. Después quedó claro que cumplía un papel
histórico: romper el tablero multilateral y reconfigurar el orden global a
favor del capital financiero y tecnológico norteamericano.
Desprestigiando a las Naciones Unidas, retirando su
financiación y desmantelando organismos clave como la UNESCO o el Consejo de
Derechos Humanos.Intentando en todo momento romper el multilateralismo y el
papel de la ONU en los asuntos mundiales.
El trumpismo no es solo Trump. Es una operación global del
capital para reposicionarse ante el ascenso de China y otros países emergentes
del Sur Global —India, Sudáfrica, Brasil, Indonesia, Nigeria…— y ante el
declive relativo de Occidente.
Para avanzar rápido necesita:
una Europa dependiente energéticamente de EE.UU.;
una Europa sin agendas climáticas que limiten el negocio
fósil norteamericano;
una Europa que compre armamento estadounidense;
una Europa sin voz, que se limite a pagar la factura de lo
destruido en Ucrania o Gaza.
El trumpismo se apoya además en el uso intensivo de redes
sociales: la mayor máquina de dopamina de la historia humana, controlada por
plutócratas tecnológicos y diseñada para manipular emocionalmente a millones.
Una herramienta perfecta para propagar mentiras, odio y
consignas simplistas que prometen “orden”, “patria” y “seguridad” blancas,
señalando como enemigas a minorías como migrantes, feministas, ecologistas,
personas LGTBIQ+ o cualquier movimiento catalogado como “woke”.
Hace además incidencia política directa en terceros países,
interviniendo en elecciones ajenas, como ocurrió con Milei en Argentina, con la
presión sobre España para alcanzar el 5% del PIB en gasto militar, con el
desprestigio contra el presidente Petro en Colombia o el apoyo a la
ultraderecha en las recientes elecciones hondureñas.
Ha impulsado campañas antiinmigración en las que incluso ha
involucrado a Bukele, presidente de El Salvador.
A ello se suman asesinatos extrajudiciales cometidos por
fuerzas estadounidenses contra lanchas en el Caribe y el Pacífico, acusadas sin
pruebas de ser narcolanchas, en los que han muerto más de 80 personas. Y la
autorización pública a la CIA para realizar operaciones encubiertas en
Venezuela, con el fin de arrinconar a Maduro.
Europa, atrapada
Europa se encuentra entre dos gigantes:
dependiente energéticamente de Estados Unidos,
tecnológicamente subordinada a Silicon Valley,
económicamente entrelazada con China.
Envejecida, temerosa y fragmentada, incapaz de modernizar su industria automotriz y tentada de reconvertirla en industria militar con dinero público, Europa escucha sin rechistar a personas como el jefe del Ejército francés, que se atreve a decir que debemos estar dispuestas y dispuestos a “perder a nuestros hijos”. Alguien debería explicarle la fuerza —y la eficacia histórica— que tiene la insumisión frente a cualquier ejército.Una Europa que reniega cada vez más de la inmigración, del ecologismo y —si no reaccionamos— pronto también de la igualdad de género y el feminismo.
Una Europa que mira hacia otro lado mientras continúa el
genocidio palestino.
Que no sabe cómo afrontar una desigualdad creciente, el
envejecimiento demográfico y la terrible lacra de la violencia machista; que
financia a países destinados a frenar personas migrantes aunque vulneren
derechos humanos esenciales; y que permite la precariedad laboral de muchas de
las que logran llegar.
Una Europa incapaz de trabajar éticamente por la integración
de quienes llegan, y que tampoco aborda con seriedad el grave problema de la
vivienda, el futuro de la juventud y la amenaza creciente sobre el Estado del
Bienestar.
Ante el trumpismo: ciudadanía ética o caos
En esta metamorfosis global, la ciudadanía ética tiene mucho
que aportar.
No podemos ser meros espectadores gobernados por élites que
se sienten cómodas en un mundo dividido en castas sociales.
Hay que contrarrestar esta guerra cultural contra el bien
común, contra los derechos conquistados y los que quedan por conquistar.
Si no reaccionamos, veremos un Parlamento Europeo sin ética,
dispuesto a desmantelar los valores humanos y a mirar al Sur Global como un
contenedor propiedad de Occidente, lleno de vidas visibles solo cuando se las
necesita.
Hay que preguntarse a quién perjudican tanto las conquistas
democráticas y actuar para recuperar la actividad humana real —más allá de las
pantallas que nos confunden entre lo ficticio y lo vivido— antes de que una
inteligencia artificial foránea nos diseñe el futuro.
Hay que involucrarse de manera intergeneracional e
intercultural en la construcción del bien común global en la política, en los
barrios y en los pueblos.
Pero sobre todo: tenemos que disfrutar del camino, de este
proceso que nos hará crecer como seres humanos sin dejar a nadie atrás.
JCVV – El internacionalista convencido

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