Hace 35 años tuve la oportunidad de conocer los campamentos
de personas refugiadas saharauis en Tinduf, Argelia. Me encontré con miles de
personas que vivían en condiciones de extrema precariedad, dependiendo de la
ayuda humanitaria internacional, pero con una dignidad y un nivel de
organización admirables. Llevaban allí desde 1976, es decir, ya catorce años de
exilio.
Fue mi primer encuentro con una cultura vinculada al islam y
muy diferente a lo que conocía hasta entonces. Mi corta experiencia venía del
otro lado del océano, de Centroamérica, una experiencia intercultural más que interesante.
Coincidí en aquel inhóspito lugar con la visita de Pérez de
Cuéllar, entonces secretario general de las Naciones Unidas. En teoría, su
presencia tenía el objetivo de buscar una solución política al conflicto que
incluyera un referéndum de autodeterminación para el pueblo saharaui. En
realidad, lo que había era una ocupación ilegal del territorio por parte del
reino de Marruecos.
Tenía 29 años y cierta experiencia internacional por mi
estancia en Nicaragua y otros países centroamericanos. Al ver aquella
delegación, enseguida tuve la sensación de que las Naciones Unidas no venían a
resolver el problema, sino a conseguir que los saharauis renunciaran a la
guerra para recuperar lo que Marruecos les había arrebatado: su libertad y su
tierra.
La tregua negociada por la ONU entre el Sáhara Occidental y
Marruecos llegó un año más tarde, en 1991. En ella se acordó un alto el fuego y
la celebración de un referéndum, plebiscito que nunca llegó a realizarse.
Pude comprobar también cómo personas provenientes del Estado
español, en principio con buenas intenciones de colaboración con el pueblo
saharaui, acabaron compitiendo en una estúpida y simplista guerra de banderas
en unos campamentos de personas exiliadas. Llevar nuestras diferencias a un
lugar así me pareció más que ridículo.
Conocí prisiones sin puertas, donde los prisioneros
militares marroquíes salían al atardecer a enterrar sus desechos.
También conocí parte de los más de 2.500 kilómetros del muro
marroquí que separa la zona ocupada de la zona liberada. Incluso llegué a
escuchar el silbido de las balas antiaéreas que detectaron nuestra presencia.
Cuando los saharauis nos pusieron a salvo, me dijeron que podríamos haber
muerto por balas fabricadas en nuestro propio país. Euskadi es exportadora de
armas. Pero como me dijeron, “no era nuestro día de quedarnos en el Sahara para
siempre”.
Conocí la magia del desierto y, pese a no ser creyente,
entendí por qué es el lugar elegido por los profetas para encontrarse con su
pensamiento.
Y sobre todo, pude disfrutar de su hospitalidad y de su
maravillosa cultura de acoger a las personas invitadas, con su costumbre de los
tres tés: amargo como la vida, dulce como el amor y suave como la muerte, algo
que se te queda grabado para siempre.
En 1884, España colonizó el territorio del Sáhara
Occidental, aprovechando el reparto de África impuesto por las potencias
europeas en la Conferencia de Berlín (1884–1885).
El territorio, habitado por pueblos saharauis nómadas
organizados en comunidades y confederaciones, se extendía entre lo que hoy son
Mauritania, Marruecos, Argelia y el propio Sáhara Occidental.
Su modo de vida se basaba en el pastoreo y en las caravanas
comerciales, manteniendo relaciones culturales, religiosas y comerciales con el
Magreb y con el África subsahariana.
Los vínculos de autoridad eran principalmente tribales y
religiosos, no existía un “Estado saharaui” centralizado, pero sí una fuerte
identidad cultural compartida.
En 1884, España reclamó el protectorado sobre la costa entre
Cabo Bojador y Cabo Blanco, alegando la presencia de comerciantes españoles de
la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas. Así nació el “Sáhara
Español”, reconocido por las demás potencias en la Conferencia de Berlín.
Durante décadas, el control español fue sobre todo costero;
el interior del desierto seguía bajo dominio de los pueblos nómadas saharauis.
Entre los años 30 y 40, y especialmente tras la Segunda
Guerra Mundial, España fue consolidando su administración colonial mediante
gobiernos militares e infraestructuras: carreteras, minas de fosfatos, bases
militares, escuelas y hospitales muy básicos.
Desde 1958, tras la guerra de Ifni (no declarada, librada
junto a Francia contra Marruecos), el Sáhara Occidental pasó de ser un
“protectorado” a una provincia española, con representación formal en las
Cortes y sus a habitantes por lo tanto pasaron a tener la
ciudadanía española.
Cuando el estado Español colonizó el Sáhara Occidental, Marruecos no lo
gobernaba ni tenía soberanía sobre él. Existían vínculos humanos y religiosos,
pero no políticos ni jurídicos.
Hasta 1954, Francia mantenía un vasto imperio colonial en
África del Norte (Argelia, Túnez y Marruecos), en África subsahariana (desde
Senegal hasta Madagascar) y en Asia (Indochina: Vietnam, Laos y Camboya).
Fueron precisamente Argelia y Vietnam quienes pusieron en
evidencia la fragilidad del poder colonial francés.
La guerra de independencia argelina, impulsada por el Frente
de Liberación Nacional (FLN), se libró entre 1954 y 1962 bajo una intensa
guerra de guerrillas y una destacada propaganda. Francia desplegó más de medio
millón de soldados y empleó métodos crueles contra el pueblo argelino:
torturas, ejecuciones, desapariciones.
El conflicto dividió a la sociedad francesa, provocando una
crisis política que acabó con la IV República y abrió el camino hacia el fin
del colonialismo europeo en África.
Entre los años 60 y 70, Francia cambió su estrategia:
negoció su salida de las colonias, pactó con las élites locales, financió el
asesinato de los más rebeldes —como el caso de Thomas Sankara en Burkina Faso—
y presionó a potencias coloniales más pequeñas, como España, para iniciar la
descolonización.
Desde su asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU,
Francia instó a España a organizar un referéndum de autodeterminación en el
Sáhara… que nunca se celebró.
En 1975, con Franco agonizando en su cama, España firmó los
Acuerdos de Madrid con Marruecos y Mauritania —presionada por Estados Unidos—,
entregando ilegalmente la administración del territorio.
Marruecos ocupó la zona norte (Saguia el Hamra) y Mauritania
la zona sur (Río de Oro).
Francia celebró aquellos acuerdos, cuyo verdadero objetivo
era impedir la creación de un Estado saharaui independiente, cercano a Argelia,
aliada de la Unión Soviética.
El pensamiento colonial francés veía al Frente Polisario
como un movimiento revolucionario de orientación socialista, toda una amenaza
para sus intereses y para la estabilidad de sus aliados marroquíes y
mauritanos.
El Frente Polisario, que había proclamado la República Árabe
Saharaui Democrática (RASD) en febrero de 1976, respondió con ataques militares
contra los dos invasores.
En 1979, Mauritania, debilitada por la guerra y temerosa de
una crisis interna, firmó la paz con el Polisario, reconociendo a la RASD como
legítimo representante del pueblo saharaui.
Marruecos ocupó inmediatamente la zona sur abandonada por
Mauritania, consolidando su control sobre el 80% del territorio, mientras el
20% restante (la “zona liberada”) quedó bajo control del Polisario.
Cincuenta años después, el Sáhara Occidental sigue siendo la
última colonia de África.
Más de 173.000 personas continúan refugiadas en los
campamentos de Tinduf (Argelia), mientras quienes viven en el Sáhara ocupado
sufren represión, marginación política y silenciamiento cultural.
El 31 de octubre, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó
una resolución redactada por Estados Unidos que, por un lado, renovó por un año
el mandato de la MINURSO, y por otro, respaldó que el Sáhara Occidental sea un
territorio autónomo dentro de Marruecos.
La MINURSO, creada en 1991 tras el Plan de Paz de la ONU y
la OUA (hoy Unión Africana), tenía como misión organizar el referéndum de
autodeterminación. Han pasado 34 años desde su creación, y ese mandato sigue
incumplido.
En noviembre de 2020, Marruecos atacó manifestantes
saharauis en Guerguerat. Desde entonces, el Frente Polisario declaró roto el
alto el fuego y reanudó la guerra.
Durante todos estos años, Francia, Estados Unidos y varios
países del Golfo Pérsico han bloqueado resoluciones que exigirían a Marruecos
permitir el referéndum. Francia ha utilizado su poder de veto y su presión
diplomática para evitar sanciones.
Esta nueva resolución ha caído como un mazazo sobre el
pueblo saharaui, dejándolo prácticamente indefenso ante Marruecos. Ha sido
respaldada por Washington, España y la mayoría de los países de la Unión
Europea.
Este apoyo de las potencias coloniales llega cuando está a
punto de cumplirse el 50 aniversario de la Marcha Verde, que forzó la retirada
del ejército español y dio comienzo a la colonización marroquí. Toda una
válvula de oxígeno para el reino alauí, que atraviesa una fuerte crisis
interna: cientos de jóvenes protestan en más de 20 ciudades reclamando mejor
sanidad, educación y el fin de la corrupción.
Las manifestaciones han sido reprimidas con dureza, dejando
al menos tres muertos y cerca de mil detenidos.
Mientras tanto, el Gobierno invierte sumas millonarias en
infraestructuras para el Mundial de Fútbol 2030, que organizará junto a España
y Portugal, mientras miles de jóvenes se ven forzados a emigrar por falta de
futuro.
Los grandes conflictos están interrelacionados: el efecto
mariposa geopolítico.
Durante su primer mandato, Donald Trump reconoció la
soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental como “pago político” por
sumarse a los Acuerdos de Abraham junto a otros países árabes (Emiratos Árabes
Unidos, Bahréin y Sudán).
Un movimiento que Arabia Saudí estuvo a punto de imitar, hasta que el genocidio en Gaza en 2023 paralizó sus planes de normalización con Israel.
Los acuerdos de Abrahan propuestos por los EE.UU tenían como objetivo fortalece a Israel y aislar a Irán.
La resolución de la ONU sobre el Sáhara evidencian el fracaso de la comunidad
internacional para aplicar el derecho a la autodeterminación del pueblo
saharaui.
Aunque más de 120 países respaldan el plan de autonomía
marroquí, desde 1976 ochenta y cuatro Estados —en su mayoría africanos—
reconocen a la República Árabe Saharaui Democrática. Esto demuestra que muchos
pueblos del Sur Global no están dispuestos a someterse a una “legalidad
internacional” subordinada a los intereses económicos y geoestratégicos de los países
más poderosos.
Esta resolución, y los 50 años de exilio del pueblo
saharaui, no son solo un acto de poder,
son también una demostración de irresponsabilidad
descolonial.
Ningún acuerdo comercial, ninguna alianza militar, ninguna
realpolitik puede borrar el derecho de un pueblo a existir y decidir su
destino.
Ojalá algún día pueda disfrutar de nuevo de la
hospitalidad saharaui tomando un té, sobre la arena fina —no del desierto—,
sino de las playas del Sáhara Occidental, en libertad, frente al viento del
Atlántico.
JCVV - El internacionalista convencido