sábado, 1 de noviembre de 2025

Proyecto Manhattan

 


En 1944 el proyecto Manhattan inauguró la era nuclear; un año después quedaría consolidada con las dos bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Esas bombas causaron más de 210.000 muertes de civiles en un solo día, sin contar los fallecimientos por la radiación que llegaron después. En estas dos ciudades japonesas quedó claro que la energía nuclear puede ser un peligro para cualquier forma de vida sobre la Tierra. Fue, por cierto, un crimen de lesa humanidad aún sin reconocimiento oficial y sin sanción.

 

En la actualidad, nueve países cuentan con armas nucleares: Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel y Corea del Norte. Israel no lo reconoce públicamente.

 

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se han realizado más de 2.000 pruebas nucleares. Muchas de ellas fueron subterráneas; alrededor de 216 se llevaron a cabo en la atmósfera o a gran altitud, y varias más se hicieron en el mar. Solo Estados Unidos y la Unión Soviética sumaron 1.769 pruebas entre ambos y también realizaron ensayos en el espacio.

 

Las pruebas atmosféricas comenzaron a restringirse a partir de la década de 1980 y las subterráneas se redujeron, en teoría, tras el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (1996); Estados Unidos paralizó sus pruebas en 1992.

 

Se puede decir que, desde 1945, se han detonado en la atmósfera decenas de miles de veces la potencia liberada en Hiroshima en ensayos nucleares, lo que equivaldría, en términos de radioactividad liberada, a muchos Chernóbil. Estas explosiones implicaron la pérdida de vidas humanas y animales y una contaminación ambiental que perdurará durante miles de años.

 

La industria nuclear, ya sea militar o civil, es un gran peligro, como también lo demostraron las catástrofes de Three Mile Island (Pensilvania, EE. UU., 1979), Chernóbil (Ucrania, 1986) y Fukushima (Japón, 2011). Esos y otros accidentes, muchos envueltos en secretismo, convirtieron a miles —o millones— de personas en víctimas; esas tragedias sirvieron además a la ciencia para estudiar sus efectos en directo: el sufrimiento y la capacidad de resiliencia, al igual que ocurrió en Hiroshima y Nagasaki.

 

Entre las bombas sobre Japón, las pruebas nucleares, los accidentes y los residuos radiactivos se ha dispersado un veneno letal por todo el mundo. Las armas nucleares y la energía nuclear industrial comprometen la vida en la Tierra y atentan contra todo tipo de seres vivos. ¿Cuántos genes relacionados con el cáncer y cuántas enfermedades hereditarias tendrán que ver con estos accidentes y explosiones?

 

¿Por qué se sigue imponiendo sobre la vida del planeta esta letal espada de Damocles? ¿Por qué se mantiene este terrible invento capaz de destruir cualquier forma de vida animal y vegetal? Además, la radiación contamina los suelos durante miles de años.

 

La mejor manera de apartar a la opinión pública de lo que supone la energía o el armamento nuclear ha sido el negacionismo y la ocultación de información. La censura y la desinformación han modificado durante años nuestra percepción sobre el uso de armas nucleares y sobre la propia industria nuclear.

 

¿A qué se debe esta regresión de la humanidad? El 20 de octubre de 2025, Donald Trump ordenó al Pentágono reanudar ciertas actividades relacionadas con pruebas nucleares, algo que no se hacía desde 1992. Esta decisión se ha vinculado, como respuesta, a desarrollos militares rusos —por ejemplo, la prueba del supuesto «Poseidón», un dron submarino capaz, en teoría, de generar enormes tsunamis que podrían aniquilar amplias zonas costeras.

 

Después de una explosión nuclear —algo así como si estallara una versión localizada del Sol— los organismos de los seres vivos son irradiados: el agua, la tierra, todo. Los efectos patógenos y cancerígenos, los efectos teratógenos y las mutaciones hereditarias se multiplican en los seres vivos. Los animales salvajes que viven en el entorno de Chernóbil presentan alteraciones genéticas por exposición prolongada a la radiación, transformaciones que se han hecho patentes en algunas poblaciones.

 

La energía nuclear es, hoy, la vanguardia de una civilización que se muestra decadente y autodestructiva al pretender jugar con las fuerzas físicas del universo sin responsabilidad. Frente a esta capacidad destructiva, la ciudadanía y la sociedad civil deben imponer las bases de una filosofía de vida —y no de muerte y destrucción—. Si el poder económico o la política no lo hacen, lo haremos nosotras y nosotros, las personas preocupadas por un mundo que cada vez opta por derroteros más belicosos.

 

El capitalismo, que recurre al miedo y a la guerra en lugar de presentar alternativas contundentes para alcanzar el bien común global, tiene mucho que ver en esta deriva. La guerra nuclear no está pensada para dañar a los ejércitos, sino para provocar el caos, la destrucción de infraestructuras y la muerte de civiles, además de generar un gran trauma psicológico en las y los supervivientes.

 

Debido a las pruebas nucleares realizadas por varios países desde 1945, aumentaron significativamente los niveles de radiación ambiental. La presencia del isótopo radiactivo cesio-137 en la tierra —que no es de origen natural— es resultado de las pruebas, los accidentes y los residuos nucleares descontrolados. Por tanto, salvo que tengáis una botella de vino embotellada antes de 1945, no podréis brindar por un mundo mejor sin que algo de cesio-137 pueda estar presente —aunque, en la mayoría de vinos modernos, las cantidades detectadas son muy bajas y no suponen un riesgo inmediato para la salud; están ahí para recordarnos nuestras imprudencias.

 

No perdamos la ocasión de influir en el destino del mundo. No permitamos que la avaricia humana convierta el planeta en un silencio absoluto. No dejemos que nos roben el placer de vivir y saborear la vida.

 

JCVV – El internacionalista convencido

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