En 1944 el proyecto Manhattan inauguró la era nuclear; un
año después quedaría consolidada con las dos bombas lanzadas sobre Hiroshima y
Nagasaki. Esas bombas causaron más de 210.000 muertes de civiles en un solo
día, sin contar los fallecimientos por la radiación que llegaron después. En
estas dos ciudades japonesas quedó claro que la energía nuclear puede ser un
peligro para cualquier forma de vida sobre la Tierra. Fue, por cierto, un
crimen de lesa humanidad aún sin reconocimiento oficial y sin sanción.
En la actualidad, nueve países cuentan con armas nucleares:
Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel y
Corea del Norte. Israel no lo reconoce públicamente.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se han realizado
más de 2.000 pruebas nucleares. Muchas de ellas fueron subterráneas; alrededor
de 216 se llevaron a cabo en la atmósfera o a gran altitud, y varias más se
hicieron en el mar. Solo Estados Unidos y la Unión Soviética sumaron 1.769
pruebas entre ambos y también realizaron ensayos en el espacio.
Las pruebas atmosféricas comenzaron a restringirse a partir
de la década de 1980 y las subterráneas se redujeron, en teoría, tras el
Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (1996); Estados Unidos
paralizó sus pruebas en 1992.
Se puede decir que, desde 1945, se han detonado en la
atmósfera decenas de miles de veces la potencia liberada en Hiroshima en
ensayos nucleares, lo que equivaldría, en términos de radioactividad liberada,
a muchos Chernóbil. Estas explosiones implicaron la pérdida de vidas humanas y
animales y una contaminación ambiental que perdurará durante miles de años.
La industria nuclear, ya sea militar o civil, es un gran
peligro, como también lo demostraron las catástrofes de Three Mile Island
(Pensilvania, EE. UU., 1979), Chernóbil (Ucrania, 1986) y Fukushima (Japón,
2011). Esos y otros accidentes, muchos envueltos en secretismo, convirtieron a
miles —o millones— de personas en víctimas; esas tragedias sirvieron además a
la ciencia para estudiar sus efectos en directo: el sufrimiento y la capacidad
de resiliencia, al igual que ocurrió en Hiroshima y Nagasaki.
Entre las bombas sobre Japón, las pruebas nucleares, los
accidentes y los residuos radiactivos se ha dispersado un veneno letal por todo
el mundo. Las armas nucleares y la energía nuclear industrial comprometen la
vida en la Tierra y atentan contra todo tipo de seres vivos. ¿Cuántos genes
relacionados con el cáncer y cuántas enfermedades hereditarias tendrán que ver
con estos accidentes y explosiones?
¿Por qué se sigue imponiendo sobre la vida del planeta esta
letal espada de Damocles? ¿Por qué se mantiene este terrible invento capaz de
destruir cualquier forma de vida animal y vegetal? Además, la radiación
contamina los suelos durante miles de años.
La mejor manera de apartar a la opinión pública de lo que
supone la energía o el armamento nuclear ha sido el negacionismo y la
ocultación de información. La censura y la desinformación han modificado
durante años nuestra percepción sobre el uso de armas nucleares y sobre la
propia industria nuclear.
¿A qué se debe esta regresión de la humanidad? El 20 de
octubre de 2025, Donald Trump ordenó al Pentágono reanudar ciertas actividades
relacionadas con pruebas nucleares, algo que no se hacía desde 1992. Esta
decisión se ha vinculado, como respuesta, a desarrollos militares rusos —por
ejemplo, la prueba del supuesto «Poseidón», un dron submarino capaz, en teoría,
de generar enormes tsunamis que podrían aniquilar amplias zonas costeras.
Después de una explosión nuclear —algo así como si estallara
una versión localizada del Sol— los organismos de los seres vivos son
irradiados: el agua, la tierra, todo. Los efectos patógenos y cancerígenos, los
efectos teratógenos y las mutaciones hereditarias se multiplican en los seres
vivos. Los animales salvajes que viven en el entorno de Chernóbil presentan
alteraciones genéticas por exposición prolongada a la radiación,
transformaciones que se han hecho patentes en algunas poblaciones.
La energía nuclear es, hoy, la vanguardia de una
civilización que se muestra decadente y autodestructiva al pretender jugar con
las fuerzas físicas del universo sin responsabilidad. Frente a esta capacidad
destructiva, la ciudadanía y la sociedad civil deben imponer las bases de una
filosofía de vida —y no de muerte y destrucción—. Si el poder económico o la
política no lo hacen, lo haremos nosotras y nosotros, las personas preocupadas
por un mundo que cada vez opta por derroteros más belicosos.
El capitalismo, que recurre al miedo y a la guerra en lugar
de presentar alternativas contundentes para alcanzar el bien común global,
tiene mucho que ver en esta deriva. La guerra nuclear no está pensada para
dañar a los ejércitos, sino para provocar el caos, la destrucción de
infraestructuras y la muerte de civiles, además de generar un gran trauma
psicológico en las y los supervivientes.
Debido a las pruebas nucleares realizadas por varios países
desde 1945, aumentaron significativamente los niveles de radiación ambiental.
La presencia del isótopo radiactivo cesio-137 en la tierra —que no es de origen
natural— es resultado de las pruebas, los accidentes y los residuos nucleares
descontrolados. Por tanto, salvo que tengáis una botella de vino embotellada
antes de 1945, no podréis brindar por un mundo mejor sin que algo de cesio-137
pueda estar presente —aunque, en la mayoría de vinos modernos, las cantidades
detectadas son muy bajas y no suponen un riesgo inmediato para la salud; están
ahí para recordarnos nuestras imprudencias.
No perdamos la ocasión de influir en el destino del mundo.
No permitamos que la avaricia humana convierta el planeta en un silencio
absoluto. No dejemos que nos roben el placer de vivir y saborear la vida.
JCVV – El internacionalista convencido

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