Soy un internacionalista convencido porque tuve la
oportunidad de vivir un proceso revolucionario en Nicaragua durante los años
ochenta. Allí conocí y conviví con campesinas y campesinos que habían aprendido
a leer y escribir gracias a las brigadas de alfabetización cubanas. Conocí
también lo que supone la guerra en el mundo real, fuera de las pantallas: vi
llegar a jóvenes del frente —muchos de ellos mutilados— y a las y los
familiares de quienes no regresaron jamás. Vi a personas de todas las edades que
lo habían perdido todo por los ataques de la “Contra”, una organización armada
subvencionada por Estados Unidos, mientras cierta prensa norteamericana
difundía noticias falsas sobre aquel pequeño país centroamericano.
En la misma época presencié los horrores cometidos por el ejército de El Salvador, también apoyado por Washington, que volcó ingentes recursos en una guerra que sumió en dolor a un país de apenas cinco millones de habitantes (más de 4.000 millones de dólares entre 1980 y 1992).
También fui testigo de las atrocidades del ejército guatemalteco, que se ensañó especialmente con la población indígena, haciendo desaparecer aldeas enteras bajo el mismo patrocinio norteamericano.
De lo que vi y sentí conviviendo con esas personas humildes —que solo querían vivir una vida mejor— nació en mí la semilla del internacionalismo. Sentir su miedo y su sufrimiento despertó una empatía que me recordó, como un espejo, mis propios orígenes en una familia migrante y obrera de la margen izquierda de la ría de Bilbao: un lugar castigado por el humo, la basura y la dureza de la vida, muy alejado entonces de cualquier estado de bienestar.
En las antípodas del internacionalismo está el imperialismo. Y eso es precisamente lo que Estados Unidos ha practicado desde su formación: primero expulsó y aniquiló a los pueblos originarios de su territorio; después, aprovechó el desgaste del colonialismo europeo y de las dos guerras mundiales para ocupar su lugar como potencia hegemónica.
En 1823, el presidente James Monroe lo dejó claro con su doctrina “América para los americanos”, estableciendo que Europa no debía interferir en el continente americano, al que Washington ya consideraba su zona de influencia.
La Escuela de las Américas estuvo ubicada en la Zona del Canal de Panamá desde 1946 hasta 1984, cuando se trasladó a EE.UU. con el supuesto objetivo de formar militares latinoamericanos en tácticas de contrainsurgencia, inteligencia militar y guerra no convencional en el marco de la Guerra Fría. En la práctica, se convirtió en un centro de entrenamiento de oficiales de Chile, Argentina, Bolivia, Honduras, Paraguay, Uruguay, Perú, Ecuador, El Salvador, Nicaragua y Colombia, entre otros. Más de 60.000 militares pasaron por sus aulas, muchos de los cuales participaron después en golpes de Estado, dictaduras y violaciones sistemáticas de derechos humanos. Fue una pieza más de la gran maquinaria de dominación destinada a mantener intereses geopolíticos y económicos.
Para sostener esa estrategia intervencionista, Washington tejió además un enorme aparato de comunicación y “poder blando”: cine, industria cultural y cooperación internacional orientados a educar el pensamiento y modelar la opinión pública. Si ese poder blando fallaba, siempre quedaba la maquinaria militar con sus colosales recursos y sus bases repartidas por todo el mundo.
En tiempos recientes hemos visto gestos simbólicos y prácticos que evidencian que EE.UU. intenta recuperar terreno frente a China y Rusia en América Latina. De las formas clásicas —golpes de Estado militares o intervenciones directas— ha pasado a mecanismos híbridos: sanciones, control tecnológico, narrativas mediáticas, presión migratoria, etc., que le sirven para salvaguardar sus intereses estratégicos. Un ejemplo visible es Cuba, que tras el fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos sufre desde hace 63 años un cruel bloqueo ininterrumpido.
Otro caso es México, donde EE.UU. combina migración, narcotráfico y aranceles como mecanismos de presión política y económica, con un objetivo claro: que el país dependa tanto de la relación con Washington que reduzca su margen de maniobra con Cuba (con la que mantiene lazos históricos), con China o incluso con Europa. Como decía la frase que circulaba en la época porfirista: ¡Pobre México! Tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos.
En Colombia, Marco Rubio —senador republicano de Estados Unidos— afirmó que el juicio por fraude procesal y soborno de testigos contra el expresidente Álvaro Uribe era una “instrumentalización” de jueces radicales. Todo un mensaje sobre las decisiones judiciales que se tomen contra figuras estrechamente ligadas a Washington, ya que Uribe fue uno de los presidentes más alineados con la Casa Blanca (Plan Colombia, contrainsurgencia, Tratado de Libre Comercio). En los ocho años de gobierno de Uribe, se registraron más de 4.000 ejecuciones extrajudiciales, los tristemente conocidos como “falsos positivos”: civiles asesinados por el Ejército colombiano para hacerlos pasar por guerrilleros y cobrar la recompensa.
Algo similar ocurre con el expresidente de Brasil Jair Bolsonaro, condenado por la Corte Suprema a 27 años y 3 meses de prisión por liderar, tras perder las elecciones de 2022, un intento de golpe de Estado. Donald Trump calificó el juicio de injusto y el propio Marco Rubio prometió que EE.UU. “respondería” tras la condena. Washington sancionó al juez Alexandre de Moraes, acusándolo de abuso de autoridad, y aplicó aranceles del 50 % a productos brasileños. Aunque esto no se deba solo a Bolsonaro, parece también un castigo a la rebeldía de Lula da Silva, presidente de Brasil, firme defensor de los países emergentes pertenecientes al grupo de los BRICS y crítico de las políticas norteamericanas.
Hacer públicas esas declaraciones es una forma de advertir a las élites políticas y judiciales de América Latina que no se puede tocar a los aliados históricos de EE.UU. sin consecuencias.
El caso argentino es muy diferente, ya que su presidente Javier Milei alardea de tener la receta ultraliberal para salvar a la humanidad del “colectivismo” y de “los parásitos que viven del Estado”, y se declara admirador de la fuerza y el potencial de Estados Unidos.
Y en el actual El Salvador, donde su presidente Nayib Bukele se presentaba como independiente, ha terminado ofreciendo a EE.UU. su megacárcel para albergar a migrantes procedentes de ese país, aunque no sean salvadoreños. Este gesto probablemente le da carta blanca para, bajo la disculpa de la “guerra contra las pandillas”, consolidar un modelo sustentado en prácticas abusivas de parte de la policía, que incluyen detenciones arbitrarias y abusos de poder no solo contra supuestos integrantes de estas bandas, sino también contra defensoras y defensores de derechos humanos y de la sociedad civil en El Salvador. Al mismo tiempo, le ha permitido eliminar los límites al mandato presidencial. De inmediato, el gobierno estadounidense afirmó que Bukele no debía ser puesto en el mismo saco que los mandatarios de otros países a los que considera dictaduras.
El acoso a Venezuela es otra cosa. En 2025 se cumplen más de 20 años de presión continua, con fases especialmente agresivas en 2002, 2015, 2019 y 2020, y otras de relativa negociación bajo Biden. El gobierno venezolano sostiene que desde 2019 hay más de 8.000 millones de dólares en activos y fondos bloqueados en diversos países (EE.UU., Portugal, España, Reino Unido, Francia, Bélgica).
Como es habitual, para convencer a la opinión pública local y mundial, Washington lanza primero un espectáculo mediático. En marzo de 2020 acusó a Nicolás Maduro de ser “uno de los mayores narcotraficantes del mundo” y recientemente duplicó la recompensa por información que conduzca a su arresto, de 25 a 50 millones de dólares, como en las viejas películas del oeste. De este modo, la fiscal general de EE.UU., Pam Bondi, presenta a un presidente de un país soberano como si fuese un capo del narcotráfico.
A ello se suma que EE.UU. ha vuelto a rebautizar al Ministerio de Defensa como Ministerio de la Guerra, desplegando en el Caribe aviones de combate, barcos de guerra e incluso un submarino nuclear para atacar pequeñas embarcaciones que, según la Casa Blanca, eran utilizadas por narcotraficantes vinculados a Venezuela, con saldo de varias personas asesinadas extrajudicialmente.
Frente a este caso tan grave de intervención contra la ciudadanía de otro país, cabe preguntarse: ¿qué piensa Europa de esta forma de actuar? ¿Qué legitimidad moral tiene la defensa de los “valores democráticos” cuando se permite que Estados Unidos use la violencia contra población civil en nombre de sus intereses?
Está claro que estamos demasiado habituados al relato de Hollywood, donde todo se resuelve con balas y golpes. Algo similar hicieron las potencias coloniales y neocoloniales para exprimir al Sur Global durante siglos: saqueos, expoliación económica, intervenciones políticas, golpes de Estado y guerras encubiertas para mantener el control. Tal vez por eso tanto silencio, mientras EE.UU. sigue matando impunemente. Como Harry el Sucio: ese es, no lo olvidemos, nuestro socio comercial.
Por mi parte, sigo siendo un internacionalista convencido.
JCVV

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